Por Perla Chávez*
De pronto el aire fue algodón de azúcar. Teníamos techo y una vaca pinta en el patio. Reí con voz de luna al triturar los higos que llovían en nuestro suelo. Me abalancé con la intención de llenarme la boca con los rayos de luz de fresa que se escapaban del quinqué para juguetear en lo profundo de la noche. Como nunca me he endulzado suficiente, fui hasta la mesa. Quise morder una esquina porque olía a canela y chocolate. Pero sobre ella había tortillas. Queso fresco y atole de avena. Decidí que dejaría el dulce para después. Pero entonces nuestro techo nuevo comenzó a arder y de mis ojos brotaron lágrimas negras de aceite que cortaban al correr por mi cara y caer en mi estómago. Ahí desperté. No había techo nuevo. Ni vaca pinta ni chocolate derretido en el suelo. Dormíamos acurrucados. Solos, junto a un fogón muerto. Cinco o seis, pero podían ser doce. Ninguno capaz de superar la década de vida. Todos renacuajos hambrientos e infestados de piojos. Me quedé viendo como la noche escupía nubes eléctricas azules que se congelaban sobre nuestras cabezas y, aunque nunca fui a la escuela, conté hasta diez esperando a que retumbara en mis oídos toda la ira del cielo. Encogí los pies antes de que el agua los alcanzara. Podía llorar y tener miedo. Podía llamar a gritos a mi mamá, pero no era necesario. Me bastó con mantenerme seca mientras fuera posible, pues de no ser por los piojos, dentro de poco, volvería a estar dormida.
Pasaba la noche y la comezón me obligaba a tener los ojos abiertos. Eso me permitió verla llegar.
Entró al despojo que llamábamos hogar, como siempre descalza, con el vestido raído de color crema y el larguísimo pelo cayéndole en la espalda. Sólo que yo tenía cuatro años y a veces, olvidaba que llegaba.
Mi hermana Bucha, la mayor de todos, aparecía de repente, sin falta con cada noche de lluvia. Y entonces, bajo un silencio sepulcral, nos arropaba con cuidado entre las mantas malolientes. Se arrodillaba entre nosotros y hurgaba en nuestras cabezas en busca de los parásitos que nos devoraban vivos. Luego acariciaba cada pequeño rostro y uno por uno, lo despedía al sueño con un beso en la frente. Después, si acaso había tiempo suficiente, trepaba al tlecuil para descubrir cada vez, como un tesoro, lo que albergaba el interior de un viejo jarrito de barro: Las cartas de amor por las que lloraba sin siquiera abrir.
Pero ciertos días, cuando llovía, mi mamá regresaba antes. Entonces Bucha se escurría entre las sombras y salía antes de que ella apareciera. Hacía meses que mi hermana había dejado la casa y, por alguna razón, mi madre le había prohibió regresar. Como a nosotros encender la lámpara, temerosa de que, de nuevo, incendiáramos la choza. Pero esa noche, fue la última que la vi volver a hurtadillas. Encendió el quinqué. Fue hasta nosotros y, como todos dormían, me arropó a mi primero. Vi su imagen velada por la contraluz. Asumí que sonrío y le correspondí. Se posó tras de mí y con suave tacto, hurgó en mi pelo enmarañado aliviando la comezón.
Pero entonces mamá irrumpió. Bucha se levantó con violencia. Me rozó la cara con su pelo y desperté de golpe. La vi deslizarse hasta fuera, detrás de la pared improvisada de bejucos. Comprendí ahí que después de tantas noches a media luz, había olvidado su rostro y ahora, sin saberlo realmente, lo recordaba. Porque la veía a la cara por primera vez en mucho tiempo y apenas la reconocía. Era un rostro enjuto y de color miel, con trazas de dolor y añoranza. Mejillas hundidas de tristeza y ojos marchitos por el deseo voraz de estar de vuelta. Rompí en llanto y ahora llamé a mi mamá. Porque no quería que se fuera y sí que ella la detuviera. Porque Bucha parecía todavía una niña y debía estar en casa para que la arropáramos también. Pero en cambio, mi mama entró con la mirada lánguida y dejó caer la carga de limón. Un costal entero que cortaba sin permiso de una huerta y luego vendía para darnos de comer. Mis hermanos se removieron apenas y yo creí que me alzaría a su regazo cuando, hecha un mar de lágrimas, extendí los brazos hacia ella. Pero no me miró. Sólo quiso saber quién había encendido la lámpara y enseguida, me pidió guardar silencio. Seguí llorando y ella volvió a preguntar. Antes de que me pidiese de nuevo que callara, respondí. – Fue Bucha-. Me dio una bofetada y gritó que se había ido para no volver. Pero yo sabía que había venido y se lo dije. – No va a regresar porque se fue como la abuela Tonchi- murmuró con esfuerzo al fin. -Dices mentiras- grité. -Porque a la abuela Tonchi la pusieron en la tierra adentro de una caja-.
Expliqué como pude que Bucha venía a ver sus cartas guardadas en el jarrito. –Se va porque tiene miedo de que la veas con nosotros en la casa–musité- Luego, muy confiada de mí misma, añadí que, si podía venir, entonces no estaba en una caja como la abuela Tonchi. Me miró con recelo y pensé que volvería a golpearme. Sin embargo, subió al tlecuil, tomó el jarrito y lo estrelló en el piso. Dentro, halló un montón de hojas de papel amarillento. Todas perfumadas y en doblez cuidadoso. También un anillo tosco de oro florentino y una fotografía de un muchachito humilde y sonriente de pelo oscuro.
No entendí por qué se desvaneció, sollozando y llamando a gritos a mi hermana, ni sabía ante quién se arrodillaba y rezaba, o de que falta se lamentaba suplicando perdón. Al fin me abrazó y luego a todos los escuincles somnolientos que apenas sabían qué ocurría. Aseguró, más tarde, creía en mí. También que Bucha ahora no volvería más porque debía seguir adelante. No supe a que se refería, pero en el fondo, sentí que era lo correcto.
– ¿Todavía estás enojada con ella? - pregunté. – No- respondió en seco. Luego quiso saber si Bucha lo estaba con ella. -No- murmuré casi quedándome dormida. Por alguna razón, supe que jamás lo había estado-. Amaneció y jamás volví a ver a mi hermana. Quizá ni siquiera la conocí. Pero tenía cuatro años y quien sabe. Tal vez a veces sólo lo olvidaba.
Este relato está dedicado a Isabel y Tiburcia Ortíz Capistrán*
Fotografía: Emilia Gómez, México, 1952
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